Contenido
- El problema de la historicidad de Homero
- Una ciudad enterrada
- Los documentos hititas
- El lineal B y el mundo micénico
- De la época postpalacial al periodo arcaico griego
- Edad oscura y sociedad homérica
- Conclusiones
- Bibliografía
El problema de la historicidad de Homero
Como regla general, los antiguos no se cuestionaban la historicidad de la guerra de Troya. Tanto Heródoto como Tucídides abren sus respectivas obras con una mención de eventos de la época mítica, en la que los hechos narrados por Homero tienen un lugar privilegiado, puesto que representan la referencia más importante para el conflicto entre Europa y Asia que atraviesa el pensamiento del s. V a.C. Tucídides en particular afirma explícitamente (1.10.3) que “No es conveniente desconfiar (…) y sí reconocer que aquella expedición resultó mayor que todas las anteriores, aunque menor que las de ahora, si es necesario confiar en el poema de Homero, que como conviene, siendo poeta, la adornó para engrandecerla (…).” La intervención de los dioses, algunos elementos románticos y novelescos, incluso las disputas personales de algunos de los héroes podrían ser parte de los adornos de los que el historiador habla, pero lo que importa destacar es que no hay aquí ninguna duda sobra la existencia de la guerra.
Esta situación persiste incluso entrada la edad moderna. Recién en el s. XVIII, con el ascenso de la historiografía racionalista, los poemas comienzan a considerarse ficticios en un sentido fuerte. La reacción cientificista resulta entendible, pero surge en un periodo en el cual el conocimiento respecto a la manera de conservar y transmitir información en una cultura oral era casi nulo. Este estado de cosas continuará durante el s. XIX, cuando las excavaciones arqueológicas de Heinrich Schliemann y otros reabrieron el debate. Hoy, la cuestión no está cerrada. El consenso parece ser que los eventos relatados en Ilíada tienen un trasfondo verdadero, pero en los poemas se mezcla con elementos de épocas posteriores y, por supuesto, con aspectos fantásticos sin correlato real.
En lo que sigue recorreremos sucintamente la historia de la evidencia y el camino que ha llevado a ese consenso. Comenzamos por la arqueología, que fue la primera ciencia que reivindicó a Homero; la filología contribuyó más tarde gracias al desciframiento del hitita. Finalmente, volveremos sobre la evidencia arqueológica, esta vez para contrastar la sociedad descrita por Homero con la que es posible reconstruir para los periodos micénico y oscuro.
Una ciudad enterrada
La historia moderna de la arqueología homérica comienza con un millonario aburrido apasionado por los poemas que decidió dedicar su vida a demostrar la veracidad de Homero. Heinrich Schliemann amaba al poeta al punto de nombrar a sus dos hijos Andrómaca y Agamenón. Aunque sus “descubrimientos” fueron inmensamente exagerados (por él mismo), la importancia de sus contribuciones no puede disminuirse, en particular porque puso a disposición de la ciencia los considerables recursos con los que contaba.
En 1870, siguiendo los consejos de Frank Calvert, otro arqueólogo amateur que ya había excavado la zona, comenzó a trabajar en la actual colina de Hisarlik, en Turquía, donde encontró una ciudad antigua que afirmó que era Troya. En el sitio incluso se extrajo lo que Schliemann denominó “el tesoro de Príamo”, un gran depósito de oro y otros metales preciosos, que luego contrabandearía fuera de Turquía, algo por lo que más tarde debería pagar una multa de 50.000 francos al gobierno otomano. En realidad, este hallazgo proviene de un nivel del suelo mucho más antiguo que el del periodo micénico, pero el arqueólogo era un apasionado de este tipo de publicidad (es muy famosa la foto de su esposa vestida con las “joyas de Helena”, parte del tesoro).
Numerosas campañas posteriores fueron descubriendo cada vez más de este sitio, ocupado por diversas poblaciones a lo largo de los milenios. Pero, lejos de resolver la duda respecto a la veracidad de Homero, durante todo el siglo XX los arqueólogos discutirían la equivalencia Troya / Hisarlik. Había dos razones claras para esto: primero, la inexistencia de evidencia contundente que verificara la asociación (es decir, de documentos escritos); segundo, la incompatibilidad entre la pequeña colina y la monumental ciudad descripta en Ilíada.
Sobre la cuestión de los documentos volveremos en la sección que sigue. El segundo problema comenzó a resolverse desde 1988 gracias a la excavación dirigida por Manfred Korfmann, que, a través del uso de nuevas tecnologías, en los primeros cuatro años de trabajo descubrió el “barrio bajo” de Troya VI (es decir, el nivel que se corresponde con el periodo micénico) y una gran muralla que lo rodeaba, que hacía que de los apenas veinte mil metros cuadrados de la ciudadela se pasara a una ciudad de por lo menos cien mil, capaz de albergar más de seis mil habitantes.
Semejante tamaño debe relacionarse con su ubicación estratégica: Troya estaba emplazada cerca de la entrada del estrecho de los Dardanelos (antiguamente llamado “Helesponto”), que divide el mar Egeo del Mar Negro y es, por lo tanto, un punto clave de la circulación del comercio naval. Las condiciones de navegación del estrecho generaban una considerable ventaja para la ciudad: entre mayo y octubre (es decir, la época del año en que el Egeo es navegable) sopla un fuerte viento norte y hay una corriente constante desde el mar de Mármara hacia el Egeo, de modo que el cruce del estrecho es lento y dificultoso. Troya sería, por eso, la escala obligatoria antes de emprenderlo, donde los barcos podrían aprovisionarse y sus tripulantes descansar. Como observa Joachim Latacz (2003: 71-72): “Suponer que todo eso sería gratis iría contra todo lo razonable. La fortificada y opulenta Troya reinaba sobre la costa de entonces y estaba atenta a todo lo que pasaba. En el puerto, precisamente, no podía pasar nada sin su aprobación.”
Si el tamaño y la ubicación de la ciudad hablan de su importancia, su disposición habla de una filiación cultural con oriente. La estructura ciudadela + barrio bajo, por ejemplo, es típica de los emplazamientos medio-orientales (como la capital hitita Hattusa). Además de esto, la cerámica hallada en el sitio es de tipo anatolio en material, técnicas y formas, los entierros y los restos del culto son de tipo anatolio y los habitantes de Hisarlik compartían con los hititas el culto a las piedras talladas, donde aparentemente se creía que moraban los dioses. Como parece inferirse de la interpretación de Heródoto y Tucídides del texto homérico como episodio clave en el conflicto Europa / Asia, en el que los griegos, como es de esperar, representan al primer continente, los troyanos estaban ligados a las poblaciones anatolias asiáticas.
En 1995, estas impresiones fueron confirmadas por la aparición de un sello de bronce escrito en ambas caras en luvio, un lenguaje vinculado al hitita. Esto verificó definitivamente que los troyanos estuvieron ligados al gran imperio anatolio. En este contexto, el estudio de los textos hititas resulta clave para comprender la trayectoria histórica de la ciudad de Troya.
Los documentos hititas
El hitita es un lenguaje indoeuropeo (es decir, de la familia del latín, el griego y el sánscrito), descifrado en 1915 por Bedřich Hrozny. Es el idioma de un imperio que ocupó el norte de Mesopotamia y gran parte de Anatolia entre los siglos XV y XII a.C. De él se conservan numerosos documentos, incluyendo sellos, cartas y todo tipo de textos gubernamentales y administrativos.
Quizás el aspecto más fundamental de esta evidencia es la coincidencia de algunos nombres con los transmitidos por la tradición griega. En efecto, el rey hitita Muwatalli II (aprox. 1290-1272 a.C.) firmó en algún momento de su reinado un tratado con el rey “Alaksandu de Wilusa”. Más allá de la similitud entre “Alaksandu” y “Alexandros” (el segundo nombre de Paris; VER El mito), la relación fonética entre “Wilusa” e “Ilión” (que, como puede demostrarse por el análisis de la evolución de la lengua griega, originalmente se denominaría “Wilión”) es notable, y el análisis detenido de los documentos muestra que la región se hallaba en el área de lo que posteriormente se denominaría Tróade (es decir, el noroeste de la península anatolia, donde se encuentra Hisarlik). En otro documento se habla del país “Taruisa” o “Truwisa” que, aunque aparece enumerado junto con Wilusa, no puede menos que asociarse con “Troya”. Por las razones que fuera, para los hititas los dos nombres que para Homero son sinónimos (“Ilión” y “Troya”) aludían a dos lugares diferentes; sin embargo, su proximidad geográfica es indiscutible, y la confusión puede ser producto de un estado posterior de la situación geopolítica del área o, acaso, del desconocimiento de los griegos de las relaciones específicas en ella.
La mención de una región de Anatolia no sorprende en documentos hititas. Mucho más llamativo es hallar mencionado el país Ahhiyawa, que no puede sino vincularse con una de las denominaciones homéricas para los griegos, achai(w)oi, “aqueos”. No solo la aparición del nombre es significativa, sino el hecho de que en diversos documentos los reyes de ese país aparecen atacando territorios en Anatolia. Resulta de particular importancia en este sentido la “Carta de Manapa-Tarhunta”, en donde se relatan las actividades del rebelde hitita Piyamaradu (quizás un miembro de la familia real), que en el siglo XIII a.C. realizó numerosas incursiones en la frontera occidental del imperio, apoyado por tropas del rey de Ahhiyawa.
Más allá de estos eventos, las relaciones entre los reyes de Ahhiyawa y de “Hatti” (es decir, hitita) parecen haber sido cordiales durante mucho tiempo. Pero, para el último tercio del s. XIII, la situación se enfría considerablemente, al punto de que, en un tratado con el rey Sausgamuwa de Amurru, el rey hitita Tudhalija IV establece un bloqueo comercial contra los barcos de aquel país. De hecho, la frialdad había llegado al punto de que en ese mismo tratado el título “rey de Ahhiyawa” fue borrado de la lista de los grandes reyes (que, hasta entonces, lo incluían junto con los de Hatti, Egipto, Babilonia y Asiria). A partir de entonces, Ahhiyawa deja de tener presencia en los documentos, lo que coincide con el declive del poderío micénico, sobre el que volveremos en la próxima sección.
El lineal B y el mundo micénico
La arqueología en la Tróade y la hititología han demostrado que existía un lugar en Asia Menor que puede haber sido conocido como Ilión o Troya por los griegos y fue atacado por una sociedad “aquea” en algún momento. Pero, ¿quiénes fueron estos “aqueos”? Podría ser que la guerra de Troya tuviera una base histórica, pero que los griegos se hubieran apropiado de leyendas locales anatolias o “pre-helénicas” que circulaban por el territorio que hoy denominamos Grecia.
Que esto podía ser así lo sugería la existencia de una escritura encontrada en diferentes sitios del territorio griego, datada en el segundo milenio a.C. y completamente diferente a la escritura griega posterior. Esta escritura, el “lineal B”, está vinculada con otra, el “lineal A”, encontrado solo en la isla de Creta (junto con tablillas del otro tipo), en sitios de la civilización minoica (llamada así por el legendario rey Minos de la isla).
El lineal B fue descifrado por Michael Ventris en 1952. Su demostración de que esas tablillas contenían una forma de escritura del lenguaje griego ha revolucionado nuestra comprensión de la historia de ese pueblo: no solo hubo población helénica en Grecia durante todo el segundo milenio a.C., sino que esa población fundó una gran civilización con considerable peso en el escenario internacional de la época. Elementos tradicionales del mito griego, como la relación entre la Grecia continental y la poderosa isla de Creta, también fueron confirmados por este descubrimiento.
Ya hemos observado que, de acuerdo a los documentos hititas, los habitantes de Ahhiyawa realizaban incursiones en la zona de Anatolia. Las tablillas del lineal B aportan un conocimiento más detallado de la sociedad de ese país. Además de una compleja división del trabajo (en las tablillas se identifican más de 100 oficios especializados), los documentos nos presentan algunas instituciones que reconocemos a partir de los poemas homéricos. En la cúspide de la sociedad se hallaba el wa-na-ka (que daría el griego (w)ánax; el lineal B es un silabario, por lo que la transcripción se realiza sílaba por sílaba), que concentraba el poder militar, económico y religioso. Ánaktes son en Homero los reyes como Agamenón y Aquiles. Estos reyes están acompañados de “compañeros”, e-qe-ta, funcionarios de los palacios que constituyen su séquito, quizás los antecesores de los hetaîroi de los héroes homéricos.
Un término que los documentos conservan pero no se preserva como institución en los poemas es el del ra-wa-ge-ta, el “conductor del laos (el pueblo en armas)”, que parece haber sido un segundo al mando ocupado de los asuntos militares. Laós es una palabra común en Homero que aparece en diversas fórmulas. También existe una diferencia en el uso de qa-si-re-u / basileús; el primero es un señor de provincia bajo la autoridad del rey en las tablillas, mientras que en Homero la palabra se utiliza para referirse en general a los nobles, algunos de los cuales también son ánaktes. Junto a estos gobernantes, serían fundamentales en la sociedad micénica los sacerdotes y los escribas. Los primeros constituyen un sector independiente de la nobleza dedicado al cuidado de los templos, que a veces se identifica con los términos i-je-ro-wo-ko, «el que hace los sacrificios», o i-je-re-u, que deriva en griego posterior el término hiereús, «sacerdote». Los escribas, por su parte, no eran solo amanuenses, sino también administradores, funcionarios y diplomáticos, y su trabajo era registrar y, quizás, regular diferentes aspectos de la vida económica y política de la sociedad micénica. Su importancia es indudable, pero casi no ha dejado rastros en la tradición épica, acaso porque esta se preocupa bastante menos por la administración del intercambio de bienes que por los hechos de los guerreros.
Las coincidencias observadas entre los términos micénicos y los que encontramos en Homero nos dan una imagen de la organización del Estado micénico que debe complementarse con los hallazgos arqueológicos. Las excavaciones nos muestran una sociedad estrictamente jerarquizada, que se asentaba en acrópolis (“ciudades en lo alto”) rodeadas por grandes murallas y en las que se construía el centro administrativo y de poder de la región: el palacio. Esta disposición habla a las claras de una sociedad guerrera, lo que se confirma con la frecuentísima aparición de armas en las tumbas del periodo y la conquista de la isla de Creta cerca de 1450 a.C. (momento en el cual los micénicos adoptan el uso del lineal B, adaptado del cretense -y todavía no descifrado- lineal A).
Se mencionó más arriba que, hacia el 1200 a.C., Ahhiyawa deja de ser un actor importante en los documentos hititas. Esto coincide con diversos elementos que ha descubierto la arqueología: una serie de destrucciones en fortalezas griegas (Tebas, Micenas, Tirinte, Pilos) y anatolias (la propia Troya y las ciudades hititas), el abandono de muchos de los principales sitios micénicos, los ataques a Egipto realizados por los “pueblos del mar” (entre 1230 y 1191 a.C.) y la desaparición del uso del sistema de escritura del lineal B, al punto de que la sociedad griega en su conjunto parece volver a un estado de analfabetismo pleno. En este mismo periodo se detienen los proyectos edilicios importantes y los que persisten ya no alcanzan las dimensiones de sus predecesores, y parece perderse el conocimiento de las diferentes formas de artesanía que eran comunes antes, en particular la pintura al fresco. Las fechas, además, coinciden aproximadamente con las que da Heródoto (2.147), que Tucídides (1.12) complementa con la información de que tras la guerra de Troya se produjeron numerosas migraciones y fundaciones de ciudades.
Las causas de la caída de la civilización micénica no son claras. De una imagen de destrucción total y catástrofe que se sostenía hace unas décadas, los expertos hoy imaginan un escenario más moderado, que presupone una serie de posibles acontecimientos devastadores (catástrofes naturales -terremotos, cambio climático, plagas-, invasiones y, sobre todo, conflictos internos) que empobrecieron la sociedad micénica y provocaron una serie de cambios político-económicos, pero no marcaron una ruptura absoluta. Se trataría, más bien, de un declive más o menos rápido que no generó una sociedad completamente nueva de un día para el otro, sino que de manera progresiva llevó al desarrollo de nuevas formas de relacionarse, muchas de las cuales revelarían a las claras su herencia micénica, y muchas otras su origen en un nuevo periodo histórico. El estado de la cuestión continúa cambiando con nuevos descubrimientos e interpretaciones renovadas de la evidencia; parece probable que, al menos hasta cierto punto, la imagen que los poemas homéricos nos presentan de una civilización con memoria del pasado, pero una nueva organización de la sociedad, nueva tecnología y nuevas costumbres sea la que eventualmente se decantará entre los arqueólogos para describir la “edad oscura”.
De la época postpalacial al periodo arcaico griego
Como se observó en la sección anterior, el colapso del mundo micénico no produjo una ruptura absoluta en la sociedad griega, sino una serie de cambios abruptos que modificaron diferentes aspectos de esta. Uno de los más significativos es el movimiento de la población: a partir del s. XII a.C., las áreas más pobladas del territorio griego, como la Argólide, se vacían, y zonas antes menos ocupadas que estas, como el noroeste del Peloponeso o las islas de Asia Menor (el Dodecaneso), registran un incremento notable en la densidad poblacional. Pero estos nuevos centros no llegan a reemplazar a los grandes palacios micénicos: la inestabilidad y la violencia parecen ser la norma en el periodo, como sugiere la cantidad de destrucciones en sitios importantes y la prevalencia de imágenes bélicas en la cerámica.
Esta nueva sociedad, la «postpalacial», probablemente apenas diferente de su predecesora, continuó observando un proceso de declive que se extiende hasta mediados del s. XI a.C. e hizo sentir sus efectos durante dos siglos más. Nuestro conocimiento de la «edad oscura» es muy limitado, dada la ausencia de evidencia escrita, pero la evidencia arqueológica permite inferir que la recuperación fue más progresiva que el colapso. Aunque descubrimientos como el del cementerio de Lefkandi (donde se halló una tumba de la primera mitad del s. X a.C. de un noble con un riquísimo ajuar funerario y enterrado junto con una mujer bellamente adornada) han demostrado que el periodo debe haber conocido etapas de prosperidad en algunas zonas, recién a partir del s. VIII a.C. los sitios estables se vuelven más importantes. Durante todo este tiempo, las costumbres sin duda alguna deben haber continuado cambiando y la relación con la sociedad micénica volviéndose más difusa. Para el final de esta época, el mundo griego comenzaba a parecerse mucho más al que conoceremos a partir de las fuentes arcaicas y clásicas que al que nos revelan las tablillas de lineal B.
Aunque hoy sabemos que el periodo que va del colapso micénico al s. VIII no fue tan oscuro como se pensaba hace unas décadas y la sociedad griega no vivió en una pobreza y falta de desarrollo constante, es indiscutible que a partir del 750 a.C. se produce un crecimiento que, por contraste, genera esa imagen de todo lo precedente. La población se incrementa exponencialmente, áreas antes despobladas se ocupan y se cultivan y comienza a observarse un proceso de colonización masiva a lo largo del Mediterráneo y el Mar Negro, en particular en la «Magna Grecia», esto es, Sicilia y el sur de Italia. Esto llevó a una multiplicación de la riqueza y a procesos de redistribución del poder que todavía no comprendemos por completo. Es probable que las divisiones que imperaron en la edad oscura se resquebrajaran, y una nueva elite (que, como suele, debía incluir a la vieja elite) más amplia surgiera.
Es en este periodo que se introduce el alfabeto griego que conocemos, los testimonios más antiguos que conservamos del cual son inscripciones poéticas en cerámicas. La razón y uso del alfabeto en este periodo es motivo de debate, habiendo autores como Barry Powell, por ejemplo, que postulan que fue introducido específicamente para el registro de poesía (en particular, los poemas homéricos). Si esto no puede considerarse imposible, no deja de ser cierto que, en una sociedad donde el intercambio comercial estaba experimentando una explosión como no veía hacía siglos, resulta difícil no imaginar que la introducción de un sistema de escritura estuviera ligada a ese proceso. Si los registros comerciales de este periodo se realizaban en papiros o pergaminos, no existe casi posibilidad alguna de que conservemos rastro de ellos.
En cualquier caso, la introducción del alfabeto es parte de un proceso de desarrollo cultural que dará lugar al mundo arcaico griego, el origen en occidente de la literatura como la concebimos hoy, las artes, la ciencia y la filosofía. En este mundo se producen los poemas homéricos, que conectan el pasado micénico y la edad oscura con esta nueva época floreciente, configurando para nosotros y para los griegos mismos una bisagra cultural entre estos periodos.
Edad oscura y sociedad homérica
La caída de los palacios micénicos dio inicio a la llamada “edad oscura”, el periodo que va de 1150 a 800 a.C. en el que los griegos no contaron con un sistema de escritura. Como se verá más adelante, es esta sociedad la que elabora y transmite los cantos orales que llevarán a los poemas homéricos. Por eso, una de las grandes preguntas que han ocupado la historia y la filología es qué sociedad reflejan estos: la micénica, en la que transcurren los eventos, la de la edad oscura, donde surge (o al menos se desarrolla) la tradición, o la de la edad arcaica, es decir, el periodo que va entre el s. VIII y V a.C.
No podemos responder ni siquiera de manera aproximada la pregunta aquí, puesto que el debate continúa y contribuciones recientes aportan nuevas ideas e interpretaciones (VER Bibliografía). Creemos, sin embargo, que el escenario más coherente es el que puede formarse a partir del análisis de las armas y las tácticas de guerra, donde los restos materiales y la abundancia de descripciones en un poema bélico como Ilíada permiten una imagen mucho más precisa que, por ejemplo, la que tenemos de los sistemas administrativos del periodo. Es evidente que a los poetas les preocupa poco la administración económica del día a día de la sociedad (mucho menos la evolución histórica de ella), mientras que, como demuestra el grado de detalle de la descripción de las armas y su uso (se describen casi 150 heridas en Ilíada), el aspecto militar era algo que atraía considerablemente su atención.
El escenario que se obtiene del análisis es una amalgama confusa desde el punto de vista histórico de elementos de todos los periodos previos a los poemas. Por un lado, las tácticas de batalla que encontramos en Ilíada combinan elementos que es posible asociar con la edad oscura temprana y media (grandes contingentes de soldados sin protección arrojando proyectiles) y con la edad oscura tardía y el periodo arcaico (la falange, es decir, la lucha codo a codo de soldados, generalmente con armadura completa, equipados con lanzas); aparecen, sin embargo, carros de combate, un rasgo de la edad micénica, aunque utilizado de una manera peculiar (como medio de transporte más que como arma de combate).
Cuando se pasa al terreno de las armas el panorama se complejiza aún más. Por un lado, los grandes escudos en forma de torre o de ocho, que pueden colgarse en la espalda, son un rasgo propiamente micénico; lo mismo sucede con los cascos, en particular el casco de colmillos de jabalí de Odiseo (descrito en Il. 10.261-265). Las lanzas presentan una mezcla menos clara: se utilizan todo el tiempo como armas arrojadizas, indicando a veces que cada guerrero lleva dos, pero, a la vez, la descripción de la inmensa lanza de Aquiles es incompatible con un arma utilizada de este modo. Las lanzas y las espadas son de bronce invariablemente, aunque es indiscutible que un poeta del s. VIII o VII a.C. conocería el hierro. Fuera por tradición o por contacto directo con restos materiales, Homero sabía que sus héroes estaban armados con materiales distintos a sus contemporáneos.
Todo esto sugiere una amalgama de tradiciones e innovaciones guiada menos por la voluntad de generar una imagen histórica precisa que por intereses narrativos. Las técnicas de combate se adaptan al tema del honor y la gloria, en el que, por ejemplo, el arco no puede aparecer como un arma importante (aunque lo fue en la edad oscura). Las armas, muchas de ellas seguramente basadas en reliquias conservadas de la edad micénica, responden a modelos distintos a los contemporáneos del poeta, pero son utilizadas en formas que sus oyentes (y él mismo) serían capaces de comprender. La imagen se aproxima más a la de la ciencia ficción que a la de la historia: piénsese, por ejemplo, en el “sable de luz” de Star Wars, un arma absurda desde el punto de vista militar pero coherente con la tecnología de su universo y con un inmenso valor narrativo. La gigantesca lanza de fresno de Aquiles, que solo él puede manejar, por no hablar de arrojar, se parece más a un sable de luz que a cualquier lanza que un soldado verdadero haya cargado alguna vez. Esto no significa que no tenga una base histórica (después de todo, un “sable de luz” no deja de ser un sable), sino que esta ha sido, como todos los otros elementos de la tradición, adaptada a las necesidades del canto y de la narrativa.
Conclusiones
No parece haber hoy razones para dudar de que la guerra de Troya está basada en hechos históricos, en particular, en conflictos entre los reinos micénicos y zonas de influencia del imperio hitita en la costa noroeste de Asia Menor. La arqueología ha confirmado la existencia de las ciudades mencionadas en los poemas y su poderío económico y militar. Pero la conservación de las historias no fue responsabilidad de cronistas especializados, preocupados por preservar los hechos con exactitud, sino de los poetas, cuyo trabajo era exaltar la gloria de los antepasados y ofrecer a su público cantos que los entretuvieran. La sociedad que esos cantos construyen no se corresponde con ninguna real y los eventos que relatan sin duda no sucedieron de la forma en que transcurren en los relatos. Eso no significa que no sean verdaderos (lo eran, indiscutiblemente, para los propios griegos), sino que la verdad en ellos está subordinada a otras funciones más importantes. Por eso, para entender la historia detrás del poema, es necesario entender la tradición en la que se originaron.
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